jueves, 21 de enero de 2016

Triste historia de una mamá




  
Introducción

Mama tenía miedo. Había descubierto que iba a morir. Son esas ironías de la vida, hizo todo para sobrevivir y sin embargo le llego de manera temprana. Era una mujer que había pasado su vida entera tratando de sobrepasar al destino. Curaciones mágicas, alimentación saludable, salir a caminar todos los días, incluso era una precursora del vegetarianismo del pueblo, tan de moda ahora. Sin embargo eso no alcanzo, un día se levantó y supo que iba a morir.
Hacía meses que había encontrado un bulto en su pecho, pero la enfermedad de su padre y los líos familiares le habían hecho tomar la decisión de posponer su salud para más adelante, para cuando no hubiese problemas, creo yo que para cuando no tuviese miedo. Mi abuela le dijo que era una locura, que se hiciese tratar ya; yo que hiciese lo que le naciera, pero con convicción. Nada peor que hacer algo extremo cuando uno no está convencido. De Juan nunca supe nada, jamás me conto que dijo él, ni siquiera sé si lo supo desde el principio. Yo sí, tuve miedo, supongo que luego pasé por negación durante mucho tiempo, incluso hasta avanzado el tratamiento. No sabía siquiera como llamarlo. Luego volví a tener miedo. Y por último supe lo que iba a pasar y no quería estar ahí.                                                                                   

1

La vida de mama no había sido fácil, para nada, y esta parecía ser una prueba más que el destino le ponía enfrente. Con solo 28 años había quedado viuda, con dos pibes, una inflación en el país que te mataba y dos locales que parecían se iban a ir a pique. Papá no le había dado chance, era un número más de los que había salido a la ruta y no había vuelto a casa. Ella tomo la mejor decisión que pudo hallar, cerro todo, vendió todo y se puso a hacer lo que mejor sabía hacer, dar clases de inglés.
De esa época recuerdo bastante poco, pero nítido. Recuerdo que mamá me agarraba a mí, ponía a Juan en el cochecito y nos llevaba a lo de la abuela Zulma para que nos cuide mientras ella daba clases. A veces mi abuela o mi bisabuela Sara venían a cuidarnos a casa. No recuerdo bien que hacia Juan, supongo que lo mismo que todos los bebés. Si recuerdo bien que la abuela muchas veces me llevaba al Jardín de Infantes, después me iba a buscar y me llevaba a su casa. La rutina era simple, corría a saludar al abuelo a la ferretería que tenía junto a la casa y después almorzábamos juntos, a veces estaba mamá, a veces mi tío tipos extraños si los hay. Parece que lo estuviese viendo, el abuelo tomaba todos los días vino con soda o gaseosa, no faltaba la ensalada de lechuga, tomate y cebolla, y el pancito para mojar en el jugo de ensalada. “Eso es lo que más engorda", me decía mi abuela, pero eso no hacía que fuera menos apetitoso comerlo. Todos los días eran muy parecidos.       Después el abuelo se iba a dormir su siesta religiosa. Todavía puedo escuchar los ronquidos. Nosotras cerrábamos la puerta y nos quedábamos en la cocina mirando tele, o por ahí aprovechaba y me iba a jugar al patio. Siempre me gusto jugar sola. Amaba los patios, hoy lo sigo haciendo, eran un mundo de posibilidades, podía ser lo que quisiera: princesa, maestra, chef de un gran restaurant. Inventaba nombres y lugares de fantasía, y me sumergía en ellos. La abuela hacia lo que todos los grandes, lavaba los platos, ropa y a veces cosía.
Mientras tanto, mamá trabajaba. Siempre trabajaba. No era una excusa, sus jornadas empezaban muy temprano y a veces solían terminar muy tarde, diez u once de la noche. Siempre agradecíamos que tuviera muchos alumnos y no debíamos que pedirle ayuda a nadie. Mamá trabajaba mucho y no era una simple excusa. Recuerdo más de una vez que alguna compañerita de la escuela me preguntaba si mi mama vendría a verme actuar de tal o cual cosa, mi respuesta era siempre la misma: No, mamá trabaja. Pero no me pesaba, para nada, porque mi mamá no era como el resto de las mamás, la mía trabajaba y muchas de las mamás de esa época no lo hacían.
Los veranos eran distintos. En el verano mama era nuestra, mía y de Juan. Nos levantaba muy temprano, preparábamos todo y partíamos rumbo a la playa. Llevaba un bolso enorme con lona, galletitas y juguetes. Caminábamos los tres, las quince cuadras que nos separaban del mar y bajábamos por un médano enorme hasta llegar cerca de la orilla. Le gustaba ir a donde no hubiese mucha gente, supongo que porque buscaba silencio, relajarse de tantas voces del año. Muchas veces nos cruzábamos con la abuela y la bisa cuando iban a caminar hasta la escollera, me cuenta mi abuela que eso lo hacían todos los días, yo tengo mis dudas.
Las jornadas de playa comenzaban con el armado del campamento. Desplegábamos la lona, desparramábamos los juguetes y corríamos al agua. No importaba si estaba fría, había que darse un chapuzón. A veces juagábamos en la orilla, otras volvíamos rápido cerca de la lona, mientras mama leía o tomaba mate. Aun no concibo la imagen de mamá sin un libro, además de trabajar, siempre leía mucho. Creo que de ahí saque mi amor por los libros, pero no me quiero ir de tema.
 Con Juan armábamos castillos y ciudades de arena. En general yo los armaba, el hacía pistas de autos y después destruía todo. Nunca logre hacer un castillo alto. Pero mamá, y la abuela, sabían hacer volcanes a los cuales les prendían un papelito con fuego y dejaban salir el humo. Eran la gloria en arena, y nosotros fascinados.
La vuelta era lo más difícil. La emprendíamos cansados, con hambre y sin ganas de caminar. Por lo general ya no quedaba agua y las quince cuadras se hacían eternas abajo del sol del mediodía. La arena nos quemaba los pies y teníamos que subir por un balneario, para lo cual teníamos que caminar al menos tres o cuatro cuadras de más por la orilla. Ya había empezado la época en que se prevenía del sol por la disminución de la capa de ozono y mamá no quería que  pasáramos el mediodía en la playa. Las tardes eran más tranquilas, jugábamos en casa, andábamos en bici o íbamos a visitar a los abuelos. Los veranos eran los mejores.

2

Las noches en casa eran divertidas, no eran convencionales. El “team”[1] siempre tenía planes. A mamá le gustaba mucho la música, cosa que supo trasmitirnos y muy bien. Cuando todo el mundo se iba a la cama, ella sacaba discos y casettes, nos poníamos a bailar y cantar. Desde los valses de Strauss hasta Sui Generis, desde Queen a Los redonditos de Ricota. El repertorio era amplio. A mamá le gustaba cantar, y lo hacía bien, lástima que no todos la escucharon. Yo siempre le decía que me aturdía, y ella se jactaba de que era porque tenía una voz fuerte,  que no necesitaba micrófono. En sus últimos días casi no se escuchaba. A veces me escucho dando clases, yo también soy profe, y la  escucho en mí, aunque su voz era mucho más fuerte, la mía no tanto.
Cuando terminaba el karaoke, nos contaba historias de su niñez y adolescencia. Algunas historias eran recurrentes. Siempre me contaba como había conocido a su mejor amiga:

Graciela es la madrina de Juan. Mamá la conoció los primeros días de escuela, creo que de primer grado. Estaban en el patio y nadie quería darle la mano porque tenía verrugas, pero a mamá no le importo. Le dio la mano y no se la soltó nunca más.

También nos contaba de sus novios, de cómo el primero había sido un vecino de enfrente con el que salían a dar vueltas en bicicleta, pero al que jamás le dio ni un beso. El segundo fue Armando, a ese si lo presento formalmente, era mecánico y le gustaba correr picadas con los autos. Creo que parte del talento que mama tenía para manejar se lo debía a él. Este pibe era algo así como un sex simbol del momento, si mal o recuerdo mama se cansó y "lo pateo" por mujeriego.

Después hubo algunos enamorados pero nada serio hasta papá. A él lo conoció cuando se mudó frente a la cama de mis abuelos. Mamá era tímida, como no se animaba a hablarle, lo espiaba desde la ventana con una cámara de fotos vieja al revés, que agrandaba la imagen como una lupa (si nunca lo hicieron hagan la prueba). Al tiempo, cuenta la leyenda, que una tarde mamá andaba por el parque con el auto y se lo cruzo a papá en el suyo. Él se hizo el pistero y mamá le corrió una picada[2], la cual gano mamá claramente. A partir de ahí empezaron a noviar. A los dos años se casaron, a los cuatro vine yo y pasados cuatro y medio más, Juan. Éramos la familia tipo, o lo fuimos al menos por unos meses.
De papá recuerdo algunas cosas, que era alto, putiaba mucho y de manera extraña (aporteñado), me dejaba manejar el Torino en su falda para entrarlo al garaje, era medio bruto y le gustaba el helado de menta granizada (otra de las cosas que bien heredé). Tengo varios recuerdos o imágenes grabadas: una es un cumpleaños en que lo veo soplar una velita sobre un kilo de helado de menta. También recuerdo algunos viajes a Buenos Aires para comprar ropa en Once. Sus putiadas estrambóticas las cuales también herede de alguna forma.
Nunca supe si mama lo amo realmente. Creo que no, que le gustó mucho, pero nunca terminó de congeniar demasiado. Me lo confeso algunas veces, sabía que se hubiesen separado en breve, podían ser buenos amigos pero sexualmente no congeniaban. Yo creo que a mamá le falto explorar más, pero eran otras épocas, era una ciudad chica, con gente muy prejuiciosa y mamá era muy tímida, aunque  también creo que tenía un poco de miedo del “qué dirán”. Si de algo estoy segura es que mamá tuvo miedo muchas veces.
Me contó hace poco mi abuela que en sus últimos días le confesó triste que nunca nadie la había querido. Yo creo que en realidad nunca terminó de salir del capullo para dejarse querer. Mamá era inocente y creía en los cuentos de hadas, creía que el príncipe aparecería en su caballo blanco y se la llevaría al palacio, y eso no ocurrió.

3

Mamá tenía talento para los idiomas. Lo descubrió después de que mi abuela la obligara a estudiar inglés de niña. Hubo un punto en donde lo sintió como un desafío y fue en busca de más, hasta llegar a ser la mejor. No lo digo porque sea mi mamá, pero no solo era su conocimiento del idioma, sino la manera que tenía de trasmitirlo. Con ella hasta el más duro para el estudio podía aprender, escribir y hablar inglés. Por otro lado, tenía un ángel particular para los chicos, todos se sentían en plena confianza con ella, le contaban sus vidas, sus sueños, y la querían por eso. Increíblemente el velorio de mamá tuvo más público adolescente e incipientes jóvenes, que adultos y viejas chusmas.
Además de tomar clases de inglés, su gran formación la hizo de manera bastante autodidacta. Así rindió los exámenes  mas importantes. Así también aprendió portugués y continúo con el francés después del secundario. Así estudió un montón de cosas, tenía en su cabeza la cura para todos los males, el consejo más sabio.
En su haber dio clases desde a niños que no sabían leer hasta adultos muy adultos. Dio francés y castellano. Dio castellano para personas de habla inglesa. Dio ingles técnico para ingresos a la universidad. Dio inglés para viajar a Estados Unidos, a Inglaterra, a Irlanda, a Escocia, a Canadá, a Australia y a Nueva Zelanda. Dio inglés para rendir sus respectivos exámenes. Dio ingles a azafatas, ingenieros, estudiantes, masajistas, acompañantes terapéuticos, oftalmólogos, arqueólogos, bailarinas amigas, otras madres y amas de casa. Dio cursos de otras cosas que había estudiado: yoga, terapias florales, francés, dibujo. Enseño no solo contenidos, sino modos de vida, cosmovisiones completas. Enseñó a  curar heridas, a avanzar, a ser fuerte, a perseguir los sueños y a buscar la felicidad. Nos enseñó.

4

Mamá fue una madre niña. Una niña criando niños, y lo hizo de la única manera que podía, jugando. Una vez me dijo que habíamos tenido una madre bastante autoritaria, yo la escuchaba con un dejo de sorpresa. Que siempre habíamos hecho lo que ella quería, bajo sus reglas. Mis recuerdos son muy distintos. Yo siempre sentí que para ella la crianza era un juego consensuado. Todo se charlaba, se consultaba y se discutía en grupo; una compra, una decisión crucial, una salida y hasta el pago de los impuestos se debatían entre los tres. Y si no se debatían, al menos nos avisaba que se venían tiempos duros y nosotros nos ajustábamos. No voy a mentir, mamá siempre tenía la última palabra, pero también había aprendido a confiar en nosotros y de a poco dejo los miedos de madre de lado y nos permitía volar de ratos.
Yo volé un poco más lejos cuando decidí mudarme de ciudad. Ella asintió, lo meditó, lo aceptó y me deseo toda la felicidad.
Juan siempre fue más pollerudo, él se quedó con mamá, le gustaba la ciudad y no pensaba irse hasta que fuese necesario. Juan la acompaño hasta último momento.

A mamá le gustaba jugar, le gustaban los juguetes, los lápices de colores, los libros, salir a explorar, comer golosinas, tomar helados, los stickers. Le gustaba pasar tiempo con nosotros.
De chicos, para que Juan hiciese cosas de hombres agarraba la pelota y nos íbamos a pelotear al parque. Pasábamos horas "jugando al futbol". Otras veces, cargábamos las mochilas y nos íbamos a explorar por el bosque, entre los árboles, recolectábamos muestras, e improvisábamos un picnic en algún claro.
En invierno nos guardábamos en casa o íbamos a molestar a lo de los abuelos. Merienda y pelis era el plan ideal.
Así pasábamos los veranos o los fines de semana.

5
De más grande la afinidad no cesó. Siempre digo lo mismo, lo que la adolescencia me alejó de mi mamá (“alejó” es una manera de decir que comencé a ser más reservada), la adultez me lo devolvió con creces. Empecé a compartir salidas, charlas, confesiones y aprendizajes. Pese a la distancia, éramos confidentes; las dos esperábamos esos pocos días juntas para hacer y decir lo reprimido por meses. Mamá siempre me esperaba. Me esperó.
Con Juan era distinto porque él estaba ahí todo el tiempo, y creo yo que porque es hombre y siempre fue un poco celoso de todo lo que no tuviese que ver con él, pero tratábamos de no hacerle mucho caso. Aunque mamá se desvivía por él y siempre estaba al pie del cañón. Cuando dije que Juan era más pollerudo, quise decir que él siempre necesito de mamá más que yo para muchas cosas. Para el colegio, para acompañarlo, para sufrir por amor. El siempre necesito que mamá lo escuche, y descargarse con ella por la vida que le había tocado, no a modo reclamo aunque a veces sonara así, sino en busca de esa empatía que te hace sentir que no estás solo en la lucha. Juan la acompaño el último tramo hasta las lágrimas. Creo que él nunca va a entender porque no estaba yo también ahí, porque volví casi al límite. Fue porque mamá así lo quiso.
Mamá tenía miedo y lo sabíamos. Por ahí tardo mucho en tomar resoluciones, por ahí hubiese sido lo mismo. Cuando uno vive bajo sus propias reglas, bajo una cosmovisión distinta al común de la gente es muy difícil que te entiendan bajo que términos tomas decisiones. Ella las tomo, con miedo, y con más miedo, las deshizo para entregarse al tratamiento tradicional. El miedo los dolores de la quimioterapia y la desazón que produce la caída del pelo la había hecho negarse a todo eso desde el momento en que tuvo la seguridad de lo que tenía. Y sin embargo, cuando supo que iba a morir se entregó a los médicos. Aunque ya sabía que moriría de todas maneras.
Se deprimió, lo negó y lo asumió para  ponerle toda la garra que uno le puede poner. Se llenó y nos llenó de esperanza. Nos hizo acompañarla de una manera única, bajo un manto de fé que bajo otras circunstancias no hubiésemos soportado. Nos hizo a su gusto, nos moldeo, nos resolvió (o intentó resolver) la vida a cada uno de sus seres amados. Nos dejó conocimiento, herramientas, valores y recuerdos. Nos enseñó y nos cuidó hasta que ya no tuvo fuerzas, hasta que el cuerpo le dijo basta, aunque no así su mente.
Mamá sabía que iba a morir y se negó a hacerlo hasta último momento, hasta dejarnos ordenados, hasta que estuviésemos juntos. Me encomendó la tarea de saberlo yo primera, de acompañarla en vigilia su último tramo, de lavarle los pies, de hacerle mimos, de alimentarla y contarle historias. No voy a decir que le cerré los ojos, porque ya los tenía cerrados, ya estaba descansando, ya había dejado su legado en buenas manos. Las nuestras.









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